Hace ya mucho tiempo, en la oscuridad del campo, en una noche de tormenta, de las que te hacen saltar de la hamaca cuando el cielo se queja y un frío te cubre la espalda cuando el viento azota con fuerza....
Habíamos pensado salir bien temprano, no quríamos que nos anocheciera en el camino... Por la mañana cargamos todas las cosas en la camioneta, los muchachos corrían jugueteando de un lado a otro por los alrededores. Con un nudo en la garganta pasé revista a las cosas, los cuadros, enseres personales, sólo dejábamos los muebles en la casa, ya vendrían otras personas a ocuparla. Vinieron a mi memoria los días tan bonitos que pasamos allí: en "la casita"(como solíamos llamarla), fué un período de nuestras vidas, que estuvo colmado de planes y proyectos para mejorarla. Se construiría una casa más grande, donde estaríamos siempre en busca del acotecimiento o la oportunidad más simple para reunirnos.
Cuando estábamos todos en la camioneta listos para salir, pasó lo imprevisto: el motor no encendía!. La ventisca nos avisaba que había que apurarse, si queríamos ganar tiempo, pues el cielo ya amenazaba con tormenta. Ingo, hacía todo lo posible para ver si lograba arreglarla para salir antes de mediodía, pero... no fué posible.
Calló la tarde, y la noche, ya no había tiempo para ir en busca de ayuda....
Mientras la lluvia caía con furia allá afuera, fui al cuarto de los muchachos para estar segura de que estaban dormidos, pero no, todos despiertos conversaban sentados en las camas. De repente, una luz de plata alumbró la habitación. Se oyeron los portazos que con la fuerza que produce el miedo, lanzaron los muchachos cuando salieron corriendo y casi me arrastran con ellos. Los seguí en su carrera y allí estábamos, nos encontramos todos en "la salita". Un ruido ensordecedor, como si el cielo se partiera a pedazos, las luces pestañearon, todo quedó a oscuras. Nos quedamos inmóviles. Nada que hacer, atrapados por la tormenta. Afuera, la noche oscura que no hacía ningún regalo a la vista. Solos, aislados en aquel monte, a la luz de las velas que coloqué en la mesa de madera donde solíamos comer.
La noche oscurísima, una fuerte tormenta, rayos y centellas, monte adentro, todo a punto para el momento, casi que como de noche de cuentos y aparecidos, se prestaba el rato para la conversa.....
Yo hice una revisión de puertas y ventanas para saber que todas estaban cerradas. Me senté a la mesa, donde todos nos mirábamos las caras a esperar sin saber ni que. Todo estaba recogido. En la mesa, dos velas encendidas hacían el esfuerzo por iluminarnos....
De pronto, se escuchó un sonido como de quejido, o mejor, de bisagra vieja y desengrasada. Pensé: "yo revisé todo..." Ingo y yo nos buscamos la mirada en aquella oscuridad....
Y allí estaba, frente a nosotros, con su mirada vaga y perdida, su cuerpo tambaleante, muestra viva de su grotesca ingesta de alcohol. Siempre llevaba un sombrero sobre su cabeza desde que lo conocí, camisa de un color pardo, sus pantalones gastados por el tiempo más o menos del mismo color de la camisa, acaso llevaron color algún día. Siempre el cuerpo bailaba de un lado a otro, tratando de enderezar el torso ahogado por la bebida. En un moverse de un lado a otro destacaban sus manos gruesas y ásperas de trabajo duro en el campo. Abría y cerraba los ojos enrojecidos, según el lado al que iba su humanidad. Me gustaba verlo, escucharlo cuando cantaba su canción favorita, al menos la que siempre le escuché cantar. Con un cuatro en la mano y en un charrasquear monótono cantaba: "el ron, el ron..." Me gustaba su mirada, un poco alocada, sin detenerse en un punto fijo, era limpia, sin malicia, tal vez si, un halo de tristeza y ensoñación, si es que podíamos decir eso de un hombre rudo, acostumbrado a trabajar las asperezas del campo. A medida que voy pensando en él, cada vez más claro tengo su recuerdo....
Era Dunas, que salía de un cuartito pequeño que olvidé revisar, que estaba contiguo a la habitación de los muchachos. Dunas, hombre de campo, bonachón, al que me habría gustado conocer muchos años antes para saber de su juventud, de su trabajo al lado de su amigo, el dueño de casa, al que rindió fiel lealtad. A pasos lentos, se aproximó hacia nosotros. Se sentó a nuestro lado, en uno de los taburetes que rodeaban la mesa, a la vez que depositaba su sombrero sobre la misma, descansando sus brazos sobre ella. Con sus palmas abiertas sobre la planicie, buscaba los defectos de la superficie, suavemente y sin detenerse peinaba los surcos y deslizaba sus gruesas y ásperas manos, que insistían en acariciar la madera.
Los truenos no cesaban, la casita de cuando en cuando se iluminaba a la luz de los relámpagos. Los muchachos, permanecían sentados al abrigo de nuestra cercanía, inmóviles, todo en silencio, menos el cielo, que en su empeño, continuaba su protesta. Pasamos asi un buen rato.
Con sonidos poco entendibles comenzó el relato, que a tientas y balbuceos, que apenas entendíamos, Dunas procedió a narrar para nosotros, a la luz de las velas....
Todos absortos lo escuchábamos, nadie hablaba. En la salita se respiraba una atmósfera un tanto aprensiva, pero de agradecimiento hacia el hombre tosco, que vino al rescate de nuestra mudez de noche de tormenta.
Seguía lloviendo a cántaros. Lo truenos asistían a la gala de nuestra salita, y una luz como el filo brillante de un cuhcillo, atravesaba las ventanas y retorcía nuestras sombras contra la pared. La luz de las velas apenas nos dejaban ver el rostro de nuestro orador. Los muchachos permanecían quietos, atentos al relato, y apretados a la envoltura de sus sábanas, hundidos en sus sillas, tratando a duras penas de traducir y entender lo que decía aquel amigo. Yo no recuerdo bien lo que él describía en su narración, pues entre el tiempo y su balbuceo, el recuerdo es cada vez más lejano.
Creo recordar que hablaba de un suceso de hacía muchos años, en que por alguna razón, había que ir a buscar ayuda para un animal que paría o estaba en apuros de salud. Para realizar el viaje, habían escogido a un caballo que acostumbraban llamar: "caballo triste". Pero Dunas, hombre de experiancia en la materia, sabía que a ese caballo no podían asignarle la tarea requerida.
Dunas, continuaba su relato con gran pasión y entusiasmo, y en un impulso llevado por la animación de su historia. que ninguno entendíamos, pero que con respeto todos escuchábamos, en un súbito ardor y embriagado por la emoción, se levantó de su taburete de un salto y nos dejó a todos con el corazón palpitando... Los truenos se enardecían, la luz de las velas se intensificó por un instante al compás de la voz ronca y profunda de nuestro acompañante. Su cara quedó iluminada y como decían por el lugar: allá afuera la tormenta "no amainaba". Con gran concentración y haciendo un gesto, empuñando su mano derecha y un movimiento de muñeca, moviéndola hacia arriba y hacia abajo, como si hubiera llegado al climax del banco de sus recuerdos, muy lentamente nos miró a todos a los ojos, uno a uno, como si se tratara del fin de los tiempos, como si reviviera el momento en que se llevaban al animal a una faena que le podría causar un desenlace fatal. Con su más ferviente y grave voz, moviendo su empuñada mano derecha y subiendo el tono, y esto si, con voz alta y clara, dijo:
".... Compadre!, es que ese caballo... está enfermo del mayordomo...!"
Acto seguido, se sentó en el taburete de madera, como si al nombrar a su antiguo amigo, se le trabara la voz. Movió su cuerpo de un lado a otro sentado en su silla, como buscando algo a su lado. Tal vez en aquel momento extrañó su cuatro, que imagino era su refugio y compañero para evadir, cuando cantaba: "... el ron". Su cabeza inclinada, la mirada turbia de sus ojos enrojecidos, se perdió en el silencio, quien sabe en el recuerdo de aquellos años mozos de arduo trabajo juntos, de largas jornadas y travesías.....
Por un instante, levató su mirada y la dirigió hacia nosotros, como si el alma se le llenara de culpas. No pronunció palabra alguna. Una angustia en su mirada, si, creo que era eso, una angustia y una situación etílica, que por años quien sabe cuántos, había nublado la lucidez.....
Se había acabado la magia, la magia ronca de su voz, que nos arropó por unas horas y nos hizo olvidar aquella noche oscura, a la poca luz de las velas....
Al amanecer, después de haber arreglado la camioneta, partimos en total silencio, como aquel que va a recibir un castigo y no se le permite volver la mirada... Dejamos la casita, en una ida que nunca tuvo un regreso, pero los verdes campos nos acompañarán siempre, agrupados en los recuerdos de aquellos días.......
Relato basado en un hecho real, con personajes reales, pero con nombres ficticios.
Mayordomo: Se refería Dunas, cuando hablaba de la pata derecha del caballo.
Habíamos pensado salir bien temprano, no quríamos que nos anocheciera en el camino... Por la mañana cargamos todas las cosas en la camioneta, los muchachos corrían jugueteando de un lado a otro por los alrededores. Con un nudo en la garganta pasé revista a las cosas, los cuadros, enseres personales, sólo dejábamos los muebles en la casa, ya vendrían otras personas a ocuparla. Vinieron a mi memoria los días tan bonitos que pasamos allí: en "la casita"(como solíamos llamarla), fué un período de nuestras vidas, que estuvo colmado de planes y proyectos para mejorarla. Se construiría una casa más grande, donde estaríamos siempre en busca del acotecimiento o la oportunidad más simple para reunirnos.
Cuando estábamos todos en la camioneta listos para salir, pasó lo imprevisto: el motor no encendía!. La ventisca nos avisaba que había que apurarse, si queríamos ganar tiempo, pues el cielo ya amenazaba con tormenta. Ingo, hacía todo lo posible para ver si lograba arreglarla para salir antes de mediodía, pero... no fué posible.
Calló la tarde, y la noche, ya no había tiempo para ir en busca de ayuda....
Mientras la lluvia caía con furia allá afuera, fui al cuarto de los muchachos para estar segura de que estaban dormidos, pero no, todos despiertos conversaban sentados en las camas. De repente, una luz de plata alumbró la habitación. Se oyeron los portazos que con la fuerza que produce el miedo, lanzaron los muchachos cuando salieron corriendo y casi me arrastran con ellos. Los seguí en su carrera y allí estábamos, nos encontramos todos en "la salita". Un ruido ensordecedor, como si el cielo se partiera a pedazos, las luces pestañearon, todo quedó a oscuras. Nos quedamos inmóviles. Nada que hacer, atrapados por la tormenta. Afuera, la noche oscura que no hacía ningún regalo a la vista. Solos, aislados en aquel monte, a la luz de las velas que coloqué en la mesa de madera donde solíamos comer.
La noche oscurísima, una fuerte tormenta, rayos y centellas, monte adentro, todo a punto para el momento, casi que como de noche de cuentos y aparecidos, se prestaba el rato para la conversa.....
Yo hice una revisión de puertas y ventanas para saber que todas estaban cerradas. Me senté a la mesa, donde todos nos mirábamos las caras a esperar sin saber ni que. Todo estaba recogido. En la mesa, dos velas encendidas hacían el esfuerzo por iluminarnos....
De pronto, se escuchó un sonido como de quejido, o mejor, de bisagra vieja y desengrasada. Pensé: "yo revisé todo..." Ingo y yo nos buscamos la mirada en aquella oscuridad....
Y allí estaba, frente a nosotros, con su mirada vaga y perdida, su cuerpo tambaleante, muestra viva de su grotesca ingesta de alcohol. Siempre llevaba un sombrero sobre su cabeza desde que lo conocí, camisa de un color pardo, sus pantalones gastados por el tiempo más o menos del mismo color de la camisa, acaso llevaron color algún día. Siempre el cuerpo bailaba de un lado a otro, tratando de enderezar el torso ahogado por la bebida. En un moverse de un lado a otro destacaban sus manos gruesas y ásperas de trabajo duro en el campo. Abría y cerraba los ojos enrojecidos, según el lado al que iba su humanidad. Me gustaba verlo, escucharlo cuando cantaba su canción favorita, al menos la que siempre le escuché cantar. Con un cuatro en la mano y en un charrasquear monótono cantaba: "el ron, el ron..." Me gustaba su mirada, un poco alocada, sin detenerse en un punto fijo, era limpia, sin malicia, tal vez si, un halo de tristeza y ensoñación, si es que podíamos decir eso de un hombre rudo, acostumbrado a trabajar las asperezas del campo. A medida que voy pensando en él, cada vez más claro tengo su recuerdo....
Era Dunas, que salía de un cuartito pequeño que olvidé revisar, que estaba contiguo a la habitación de los muchachos. Dunas, hombre de campo, bonachón, al que me habría gustado conocer muchos años antes para saber de su juventud, de su trabajo al lado de su amigo, el dueño de casa, al que rindió fiel lealtad. A pasos lentos, se aproximó hacia nosotros. Se sentó a nuestro lado, en uno de los taburetes que rodeaban la mesa, a la vez que depositaba su sombrero sobre la misma, descansando sus brazos sobre ella. Con sus palmas abiertas sobre la planicie, buscaba los defectos de la superficie, suavemente y sin detenerse peinaba los surcos y deslizaba sus gruesas y ásperas manos, que insistían en acariciar la madera.
Los truenos no cesaban, la casita de cuando en cuando se iluminaba a la luz de los relámpagos. Los muchachos, permanecían sentados al abrigo de nuestra cercanía, inmóviles, todo en silencio, menos el cielo, que en su empeño, continuaba su protesta. Pasamos asi un buen rato.
Con sonidos poco entendibles comenzó el relato, que a tientas y balbuceos, que apenas entendíamos, Dunas procedió a narrar para nosotros, a la luz de las velas....
Todos absortos lo escuchábamos, nadie hablaba. En la salita se respiraba una atmósfera un tanto aprensiva, pero de agradecimiento hacia el hombre tosco, que vino al rescate de nuestra mudez de noche de tormenta.
Seguía lloviendo a cántaros. Lo truenos asistían a la gala de nuestra salita, y una luz como el filo brillante de un cuhcillo, atravesaba las ventanas y retorcía nuestras sombras contra la pared. La luz de las velas apenas nos dejaban ver el rostro de nuestro orador. Los muchachos permanecían quietos, atentos al relato, y apretados a la envoltura de sus sábanas, hundidos en sus sillas, tratando a duras penas de traducir y entender lo que decía aquel amigo. Yo no recuerdo bien lo que él describía en su narración, pues entre el tiempo y su balbuceo, el recuerdo es cada vez más lejano.
Creo recordar que hablaba de un suceso de hacía muchos años, en que por alguna razón, había que ir a buscar ayuda para un animal que paría o estaba en apuros de salud. Para realizar el viaje, habían escogido a un caballo que acostumbraban llamar: "caballo triste". Pero Dunas, hombre de experiancia en la materia, sabía que a ese caballo no podían asignarle la tarea requerida.
Dunas, continuaba su relato con gran pasión y entusiasmo, y en un impulso llevado por la animación de su historia. que ninguno entendíamos, pero que con respeto todos escuchábamos, en un súbito ardor y embriagado por la emoción, se levantó de su taburete de un salto y nos dejó a todos con el corazón palpitando... Los truenos se enardecían, la luz de las velas se intensificó por un instante al compás de la voz ronca y profunda de nuestro acompañante. Su cara quedó iluminada y como decían por el lugar: allá afuera la tormenta "no amainaba". Con gran concentración y haciendo un gesto, empuñando su mano derecha y un movimiento de muñeca, moviéndola hacia arriba y hacia abajo, como si hubiera llegado al climax del banco de sus recuerdos, muy lentamente nos miró a todos a los ojos, uno a uno, como si se tratara del fin de los tiempos, como si reviviera el momento en que se llevaban al animal a una faena que le podría causar un desenlace fatal. Con su más ferviente y grave voz, moviendo su empuñada mano derecha y subiendo el tono, y esto si, con voz alta y clara, dijo:
".... Compadre!, es que ese caballo... está enfermo del mayordomo...!"
Acto seguido, se sentó en el taburete de madera, como si al nombrar a su antiguo amigo, se le trabara la voz. Movió su cuerpo de un lado a otro sentado en su silla, como buscando algo a su lado. Tal vez en aquel momento extrañó su cuatro, que imagino era su refugio y compañero para evadir, cuando cantaba: "... el ron". Su cabeza inclinada, la mirada turbia de sus ojos enrojecidos, se perdió en el silencio, quien sabe en el recuerdo de aquellos años mozos de arduo trabajo juntos, de largas jornadas y travesías.....
Por un instante, levató su mirada y la dirigió hacia nosotros, como si el alma se le llenara de culpas. No pronunció palabra alguna. Una angustia en su mirada, si, creo que era eso, una angustia y una situación etílica, que por años quien sabe cuántos, había nublado la lucidez.....
Se había acabado la magia, la magia ronca de su voz, que nos arropó por unas horas y nos hizo olvidar aquella noche oscura, a la poca luz de las velas....
Al amanecer, después de haber arreglado la camioneta, partimos en total silencio, como aquel que va a recibir un castigo y no se le permite volver la mirada... Dejamos la casita, en una ida que nunca tuvo un regreso, pero los verdes campos nos acompañarán siempre, agrupados en los recuerdos de aquellos días.......
Relato basado en un hecho real, con personajes reales, pero con nombres ficticios.
Mayordomo: Se refería Dunas, cuando hablaba de la pata derecha del caballo.